Vélez, guardián de la Vega, ciudad de tránsito, ha sufrido a lo largo de décadas sucesivos cambios fisionómicos. Se ha expandido como la marea, experimentando, incluso en nuestros días, un imparable crecimiento urbanístico. Las lenguas de asfalto han engullido, a su paso, la campiña que con anterioridad fue un lugar donde crecían las hazas de cañas, las huertas o los sembradíos. Basta con oír las narraciones de los abuelos, esos que con nostalgia se sientan a la sombra de los ficus del Paseo de Andalucía apoyados sobre el garrote de la sabiduría, para percatarnos que, en menos que un pestañeo, Vélez-Málaga se ha transformado en una flamante ciudad llena de alternativas.
Pero en su caminar, como el trotamundos mochilero, atrás ha dejado imágenes, olores, sensaciones extinguidas a consecuencia de los avances modernos. Al igual que las etapas de la vida del ser humano: cuando se superan ciertos ritos de iniciación y, después de haber alcanzado un nivel nuevo, se abandonan roles o modos de comportamiento. Así ha evolucionado Vélez; así se produjo el Cambio.
Pero en su caminar, como el trotamundos mochilero, atrás ha dejado imágenes, olores, sensaciones extinguidas a consecuencia de los avances modernos. Al igual que las etapas de la vida del ser humano: cuando se superan ciertos ritos de iniciación y, después de haber alcanzado un nivel nuevo, se abandonan roles o modos de comportamiento. Así ha evolucionado Vélez; así se produjo el Cambio.
Me considero heredero del sacerdocio histórico, consciente del presente, avatar del Dios Cronos. Yo, he vivido la metamorfosis del entorno; y, ahora, deseo eternizar sobre el papel, si la inspiración me lo permite, mis vivencias más reciente y mostrar, con ello, que hemos formado parte de un ciclo impredecible que en sí mismo ha afectado directamente a nuestras formas de vida.
Me crié en una barriada periférica rodeada, en aquel entonces, por amplios campos en sus dos terceras partes. Se llamaba y se sigue llamando Rubeltor: un conjunto de prominentes pisos de seis plantas, los más altos que se construyeron en su momento, bautizados con nombres de provincias y ciudades andaluzas. Teníamos un pedregoso campo de futbol y una rudimentaria cancha de baloncesto; además de una plazoleta circular en cuyo centro se alzaba la “larguirucha plateada”: farola que siempre brillaba, proyectando su luz tenue, en las largas y calurosas noches de verano. Estos dos sitios formaban parte de la zona de recreo del vecindario y, rodeado de bellos y delicados jardines, se nos antojaba el idílico Edén.
La naturaleza sucumbía, en simbiosis, por la urbanización. La calle Arroyo Hondo, que en épocas de lluvias torrenciales se convertía en un acaudalado riachuelo, lindaba con la finca de Lisbona y sus yermos páramos, donde los bueyes pastaban apaciblemente tostándose bajo el sol; justo entre la finca y la calle crecían exuberantes zarzamoras y chumberas que parían sabrosos manjares, los cuales los chiquillos como yo tomábamos prestado para saciar nuestro paladar. Al sur, estaba el Camino del Medio en cuya frontera, al comenzar el olivar de los Peña, se levantaba bien visible el “tipi” de Antonio (a) el Canastero, heredero de aquel milenario oficio basado en fabricar canastos artesanales utilizando largas cañas. Sin duda, se trata de un digno arte extinto a día de hoy, pues, cuando yo lo conocí, su rostro ya bosquejaba las cicatrices de la edad.
Entonces, al llegar las vacaciones de verano, organizábamos la Gran Excursión siguiendo el Camino del Medio a través de las huertas de naranjos, mandarinos y limoneros que lo jalonaban hasta finalizar en las transparentes aguas del río Vélez, tomando un refrescante baño y lanzándoles piedras a los peces.
Pero antes, como chiquillos traviesos, robábamos algunos frutos mientras éramos perseguidos por el dueño de la finca; nos asomábamos por las ventanas de la granja de “Vare” e imitábamos el cacareo de las gallinas; o jugábamos a confeccionar espadas con varas de olivo. Todas esas expediciones se equiparaban a fantásticas aventuras, desde la imaginación de un niño que creció en un ambiente sano, honesto, sumamente encantador.
