Roberto Abrió los ojos. Acababa de despertarse e intentó recordar qué había soñado. Hacía tiempo que no soñaba. Simplemente no recordaba los sueños o, quizás, había dejado de tenerlos. Echó un vistazo al pequeño despertador que se encontraba sobre la cómoda. La aguja marcaba las trece y veinte. Siempre se despertaba a esa hora, ya que no tenía ninguna responsabilidad que le obligara a madrugar. Ni siquiera sacar a pasear la perrita, de eso se encargaba su madre.
De repente, el corazón se le encogió. Tuvo plena conciencia de la realidad, la cual pareció sorprenderle como si le hubiesen abofeteado. Seguía tumbado en la cama, sin ánimos para levantarse, removiendo en sus pensamientos la misma y triste idea: Otro tedioso día que afrontar;. Esta idea lo atormentaba desde
los últimos tiempos. Roberto llevaba desempleado cuatro años. Había cumplido
los treinta y nueve y seguía viviendo con su madre: una mujer viuda de setenta
años con múltiples achaques.
De repente, el corazón se le encogió. Tuvo plena conciencia de la realidad, la cual pareció sorprenderle como si le hubiesen abofeteado. Seguía tumbado en la cama, sin ánimos para levantarse, removiendo en sus pensamientos la misma y triste idea: Otro tedioso día que afrontar
La aburrida
existencia de Roberto consistía en no hacer nada. Después del almuerzo solía frecuentar
la tasca de Pepe, donde establecía frívolas conversaciones con los
parroquianos del local. Luego, se encerraba en su habitación y leía novelas de ciencia
ficción entre las que se encontraban las obras de Arthur C. Clarke o la
colección de Isaac Asimov. Al llegar la noche, encendía el ordenador portátil y
se enfrascaba en largas partidas de rol online hasta altas horas de la madrugada.
No tenía más tareas
que éstas. Bueno, éstas y la principal de todas: azorarse continuamente por la
situación en que se encontraba se convirtió en un ejercicio rutinario. Se hacía
cada día la misma pregunta, ¿cómo era posible haber llegado a tocar fondo?
Antes de la crisis tenía un trabajo en una empresa de la construcción.
Trabajaba muy duro pero, al menos, podía permitirse ciertos lujos. Se compró un
coche, se metió en la hipoteca de un piso y, cada fin de semana, él y su ex
novia realizaban viajes de fin de semana alrededor de la geografía del país. ¡En una
ocasión visitaron incluso Madrid!
La suerte parecía
sonreírle hasta que la economía quebró. La construcción se desplomó y todas las
empresas aledañas se quedaron sin trabajo y tuvieron que cerrar. El banco le
embargó el coche, los ahorros y, sobre todo, el piso que nunca llegó a habitar.
Para colmo, su novia lo abandonó por su mejor amigo cayendo en una profunda
depresión que le constó superar más de un año .
No obstante, al principio Roberto no se dio por vencido. Los siguientes dos años se las emprendió para
llevar a cabo todo tipo de estrategia con el fin de conseguir algunos ingresos.
Sus esfuerzos fueron totalmente en vano y allí donde demandaba le cerraban las puertas en
las mismas narices. Más tarde, intentó inscribirse en todos los cursos gratuitos que le fue posible. En unos, le exigían ciertos requisitos
académicos que no poseía, por lo tanto era excluido; en otros, la peregrinas acreditación
de los títulos sólo servían para adornar la estantería
del salón.
Por lo tanto, todas
sus ilusiones acabaron borrándose de un plumazo. En los últimos meses había
abandonado la idea de buscar trabajo porque sabía que era prácticamente inviable.
A su edad, sin estudios y sin preparación, ingresó en el grupo de esos cientos de miles de personas que se encontraban en una especie de limbo laboral, por
carecer del perfil necesario: ser joven de entre 18 y 25 años, tener carrera
universitaria, cursos homologados o saber idiomas. Estos desamparados parecían estar destinados
a naufragar el resto de sus miserables vidas mientras la situación del país no
mejorara. Es más, tal y como estaban las cosas, en los pasados cinco años no se percibieron
síntomas de recuperación económica. Así que la cosa iba para largo.
-
¡Hijo, levántate ya, que tienes que ir al supermercado! – La vocecilla de la
madre le sonó amargamente familiar. Entre sus funciones domésticas también estaba
el de “chico de las compras”.
-
¡Ya voy, madre! – Respondió con un sutil gemido apenas apreciable.
Usó el lavabo. Se
aseó la cara a la vez que se examinó en el espejo. Su aspecto era horrible, de
un descuido notorio. Se había dejado crecer la barba, cubríale la frente largos
cabellos enmarañados, le crecieron algunos granos en la nariz otorgándole el
aspecto enclenque de un jovenzuelo que acabara de entrar en la pubertad. Se
avergonzó de sí mismo por la fachada que presentaba.
Ofuscado, salió
del cuarto de baño a toda prisa, cogió el carrito de la compra y se marchó
evitando cruzarse con la madre.
Las calles estaban
abarrotadas de transeúntes. Las furgonetas iban a toda prisa de un lado a otro
repartiendo sus mercancías en los establecimientos. De vez en cuando se
escuchaba el claxon de un coche, el ladrido de un perro o el silbato de un
policía. La ciudad vibraba como de costumbre. Sin embargo, el ambiente era
irrespirable. Roberto podía percibirlo claramente. Nadie sonreía; tan solo
había rostros apagados, tristes, preocupados, llenos de miedo. Recordó a un
amigo suyo. Lo echaron del trabajo la semana pasada y sin previo aviso después de
haber prestado sus servicios en la empresa durante siete largos años, y para colmo sin asegurar. Desde que
se aprobara la nueva ley laboral, cualquier obrero podía ser despedido sin
miramientos. En otras palabras, los sindicatos dejaron de tener poder y las empresas
se habían convertido en una fuerza omnipotente e irrefutable.
Y en medio de todo
aquello estaba Roberto. Se sentía un parias, un “don nadie”, una persona
acabada, sin futuro, atrapado en una jaula llamada apatía. Cada día pasaba
igual que el anterior como un eterno bucle. Además, se veía arrastrado por una
marea inagotable de indiferencia duradera. Ya nada le importaba, ni se
molestaba por saber qué decían los periódicos acerca de los tejemanejes
políticos.
Entonces, súbitamente
se detuvo. Miró en el cristal de un escaparate y vislumbró la oscura silueta de un
hombre. Era su silueta. Se dio cuenta de la ridícula apariencia que exhibía.
Espalda arqueada, delgaducho, con un flequillo despeinados cayéndole como lianas por el frontispicio. Llevaba
puesto la camiseta de la célebre película E.T. y sujetaba con la mano derecha el carrito de la compra adornado con flores amarillas y rojas estampadas. Quiso desviar la
mirada, pero le fue imposible. Volvió a mirar en el espejo aún más perplejo.
A sus treinta y nueve años no era nadie, menos que un fantasma errante
por las calles de la ciudad. El sistema le hizo ser así. Todos eran culpables: los
políticos, los empresarios, los banqueros, incluso los amigos. Sintió un odio
atroz contra todos ellos y, sobre todo, contra sí mismo.
Entonces, le brotaron lágrimas de los ojos, las
cuales se deslizaron por las mejillas como dos riachuelos de un frío
otoño, un otoño que nunca parecía irse.