Desde
el principio, en el colegio nos hicieron creer que estudiar era la mejor forma
de superación; significaba la emancipación del individuo, cuyo objetivo
primordial se basaba en la formación humanista. Después, con el tiempo, la
realidad fue transformándose. El ambiente de competitividad que se respiraba,
siempre bajo tesituras materialistas, la suma obediencia castrense, el
aislamiento individual, no podían compararse a los ideales básicos de la
enseñanza libre. Éramos meros números, meras calificaciones, meros objetos que
encajarían en un futuro en los engranajes del sistema económico vigente; y no
importaban en absoluto las inquietudes que uno tuviese.
Durante
el instituto la situación cambió a peor. Fue éste un período crucial de arduos
sacrificios en donde tuve que prepararme para alcanzar la universidad. Recuerdo
el estrés de los exámenes, los mecánicos métodos de aprendizaje, la falta de
motivación como consecuencia de la insulsa predisposición de los profesores en
formar a los estudiantes. Ya, a estas alturas, se entreveían las fauces del
sistema educativo. Había que tomar una orientación clara hacia uno de los
caminos; el uno era el camino pragmático, el que infería en las exigencias del
mercado, el que todo el mundo añoraba por sus ventajas monetarias; el otro era
un camino sin glorias, sin triunfos, el que nadie quería por la carencia de
resultados materiales dignos; el uno era el camino del poder, el de las
suntuosas nóminas, el de las élites; el otro era el camino de los fracasados,
el de la ineptitud, el de la ineficacia.
Ésta
era la idea que entendíamos sobre los estudios y jamás se me olvidarán las
palabras que un día me dijo un compañero de pupitre: – ¿Vas a estudiar la
carrera de historia? ¿Pero si eso no sirve para nada?–. Mejor hubiese elegido
cursar derecho, arquitectura, medicina o ingeniería técnica; pero no, yo tuve
claro lo que quería desde el principio, porque yo amaba la historia, sentía verdadera
vocación por ella, y me importaba un bledo las demás carreras; ninguna de esas
mentes con forma de cajas registradoras pudieron hacerme cambiar de parecer.
Cuando
llegué a la universidad, el concepto colegial de fraternidad y solidaridad que había
aprendido se derrumbó estrepitosamente. Las aulas se convirtieron en claustros
fríos, en donde predominaba la apatía, la impasibilidad, el resentimiento.
Nadie ayudaba a nadie, todos éramos rivales en el campo de batalla; además, los
profesores eran monigotes con voces campanudas que vomitaban sus aburridas
enseñanzas como si fuesen discos magnetofónicos de un viejo gramófono. El día
de la presentación del primer año académico uno de los valientes docentes se
atrevió a afirmar, delante de cincuenta o sesenta alumnos, que nos habíamos
equivocado de aula, que la historia no valía para nada y que, al terminar el
curso, engrosaríamos las listas de parados de las oficinas del INEM. Pese a
todas estas vicisitudes, al final pude acabar y obtuve la licenciatura.
Sé
que el 90% de las personas que han estudiado en España pueden sentir la misma
empatía sobre lo que expreso en este artículo. Creo que deberíamos considerar
promover una reconfiguración del sistema educativo, adaptándolo a las
aspiraciones del ciudadano, y no a las del mercado, en el que se aprenda y se
enseñe por vocación, por motivación, no por necesidad material. Nuestro sistema
educativo, al más estilo prusiano, está construido y manipulado por unas
instituciones que, en realidad, nada conocen de la educación intrínseca. La que
tenemos es una educación subyugada a la industria, a las empresas, al
capitalismo puro y duro. Por lo demás, el resto de las disciplinas tenderán
a desaparecer o a caer en desuso, como
está ocurriendo con la filosofía, la historia o el latín.
Si
una cosa no es práctica, hay que borrarla de un plumazo, así piensan muchos
burócratas de la enseñanza.