Un día cualquiera,
no importa cuál de la semana, Angustias arrastraba los pies. Casi derrotada,
pareciese como si una fuerza invisible la empujara hacia el suelo, encorvando su
espalda y obligándola a caminar con paso parsimonioso. La mujer era una imagen
ensombrecida de sí misma. No pasaba de los cincuenta. Pero algo muy profundo, una
expresión de perpetuo sufrimiento, dibujaba en su rostro una vejez prematura.
Un día cualquiera,
no importa cuál de la semana, Angustias subía la cuesta de la calle. Siempre la
misma cuesta de la misma calle; la que conducía a la casa de su madre. Más que
una rutina, era una obligación. Aunque deseara no volver a subirla nunca jamás,
no tenía otra opción más que hacerlo. Por encima de todo se hallaba el amor que le profesaba.
Ese sentimiento que se forja al cabo de media vida juntos, cuyos cabos pueden
llegar a ser irrompibles. Nada ni nadie puede hacerles mella, ni siquiera las calamidades,
los desastres o los problemas familiares. Todo lo contrario. Estas cosas
reforzaron la unión entre ambas mujeres, por lo cual el vínculo era inquebrantable.
Pero ese día, en
especial, se sentía más cansada que nunca. Hacía un calor sofocante, tan insoportable que nadie se atrevía a salir a la calle. De repente, recordó un fragmento
de su pasado. Tendría como unos ocho años cuando sucedió. Solían salir a menudo para darse un baño en las
refrescantes aguas del río. Mientras su madre preparaba la merienda, Angustias se perdió
en la frondosa cañada. Entonces, descubrió una majestuosa higuera que debía ser
más vieja que el resto de los árboles que crecían alrededor. La niña se
abrazó al orondo tronco que, por cierto, desprendía una frescura agradable.
Poco a poco fue cayendo en un profundo sopor y sus ojos se cerraron. Recordó que se produjo un
extraño silencio y, a continuación, un tímido sonido que provenía de las
entrañas del árbol. Sonaba algo parecido como un latido apenas perceptible. No
supo cuánto tiempo permaneció allí. Una voz la llamaba ahora y salió de aquel
mágico ensimismamiento. Su madre la encontró medio dormida tumbada en el suelo.
-
Mamá, ¿por qué aquí se está tan fresquito? – Preguntó la niña una vez que se
desperezó - ¿Y por qué este árbol tiene un corazón en su interior?
La madre la miró
con una expresión de dulzura consumada y le dijo:
-
Dentro de esta higuera vive un duende de las aguas, quien se encarga de regar todas
las plantas de esta cañada. Aquí, justo aquí, en esta higuera, se encuentra el
depósito. El latido que has escuchado antes es el sonido de una sofisticada máquina
que bombea el agua por debajo de tierra desde aquí hasta más allá de las
montañas.
Angustias adoraba
aquellos cuentecillos. Siempre la había considerado una excelente Cuentacuentos
y se sentía orgullosa de tener una madre así de ingeniosa. Además, poseía una
fuerza de voluntad excepcional. El marido (ese gran desconocido) las abandonó
cuando Angustias cumplió cuatro años. Una noche se marchó sin dar motivos y
nunca más volvieron a verlo. De todas formas, la madre luchó por su familia
saltándose todos los convencionalismos sociales. Con grandes esfuerzos crió a la
hijita y, más adelante, consiguió pagarle una carrera. Angustias llegó a convertirse
en profesora de la universidad, en la facultad de medicina.
Entonces, ocurrió
lo imprevisto, lo que ninguna de las dos esperaban. Esas cosas que ocurren por
las circunstancias de la vida, por mero capricho del destino. Su madre comenzó
a apagarse lentamente. Después de visitar varios doctores, no supieron hallar el
remedio a la enfermedad. En menos de un año, fue degenerándose hasta que una
mañana no pudo levantarse nunca más de la cama. Se convirtió en un vegetal;
incapaz de comer, orinar, defecar o incluso sentir.
Durante una
continuidad de veinticinco años Angustias la cuidó con devota dedicación. Pidió
una excedencia y abandonó la enseñanza. Aparcó su vida social, rechazó a todos
los pretendientes que se le acercaban. Se dedicó en cuerpo y alma al
cuidado de su madre. Sin descanso, día tras día, semana tras semana, mes tras
mes. Ahora su madre iba a cumplir los noventa y tantos.
Atenderla no era una
tarea fácil. La degeneración que sufría se manifestó paulatinamente. Primero,
perdió el habla; segundo, la movilidad de los músculos; y tercero, cada una de
las necesidades fisiológicas que se necesitan para subsistir. Angustias repetía
las mismas labores a diario. La lavaba, le cambiaba el pañal y le hacía masajes
con alcohol por toda la superficie del cuerpo, al menos dos veces al día. A
continuación, trituraba la comida y se la introducía – junto con las dieciocho
pastillas que estaba obligada a ingerir - por una sonda que los doctores le pusieron en el
vientre. Su mundo se redujo a una pequeña habitación con una cama, un cadáver
viviente, una bolsa de plástico y cajitas de medicamentos. Además, La
desesperación se manifestó también en la forma más insospechada. El país sufría una recesión económica
dantesca, la peor de su historia, de modo que el gobierno se las había
arreglado para hacer recortes en todos los ámbitos sociales, incluido en la
salud pública. La enfermedad de la madre no entraba en el cupo de la seguridad
social, por lo tanto no apercibía ninguna ayuda, teniendo que sufragar de su propio bolsillo los gastos de las medicinas. Al final de cada mes, y con un sueldo de unos ochocientos euros, Angustias se encontraba sin un céntimo.
A veces Angustia
se preguntaba si detrás de aquella piel macerada, semejante a la de una momia, habría
conciencia. Si detrás de aquellos ojos abiertos e inertes aún existía la mujer
fuerte y valiente de antaño. Si sentía dolor, hambre, felicidad o enfado.
Nunca podría saberlo. Por supuesto que los doctores le explicaron que esto era
hipotéticamente imposible. La madre, aunque clínicamente continuaba viva, había
dejado de existir como persona que piensa y siente. Pese a ello, continuaba
hablándole del mismo modo que antes de sucumbir a la enfermedad, con palabras
llenas de dulzura y gracia, porque nunca perdió la esperanza de que, al menos,
pudiese escuchar lo que ella le decía.
En ocasiones, Algo
se quebraba en el corazón de la hija. La tristeza la abrumaba hasta tal punto
que perdía la ilusión por todo. Un deseo funesto comenzaba a crecer en su
interior de manera impulsiva y era imposible refrenarlo. Sentía un dolor hueco,
tiritaba, pero no de frío, sino de desolación. Aún era joven, sin embargo se
sentía como una anciana al final de sus días.
Así pensaba
Angustias cuando, por fin, llegó a la casa de la madre. Abrió la cerradura muy
despacio. Dudó al entrar, permaneciendo en el umbral de la puerta durante
varios segundos. Unos segundos que se le antojaron horas. Sus ojos querían
llorar, pero había sufrido tanto que ya no le quedaba ni una sola lágrima por
derramar. Sí. Tantos recuerdos. Tanto amor. Tantas penurias. Toda una vida se
le escapaba de las manos sin que pudiera hacer nada. Ver a su madre todos los días en
aquellas condiciones era tan terrible que se sentía como si su alma se rompiese en
pedazos para, Luego, recomponerse y volver a romperse sucesivas veces, una y
otra vez. Debería acabar con este suplicio de una vez por todas. Querría
terminar con esta historia. Todo tiene un final, pensó, aunque fuese de aquella
manera. Pero esas palabras no la consolaban.
Lo que en esos
instantes se iba a producir iba más a allá del entendimiento. Para unos, habría sido un atentado contra la vida misma. Para otros,
una panacea contra un tormento indescriptible y duradero. Fuere lo que fuere, el
hecho fue consumado a solas, en silencio y con total discreción. Nadie supo
nunca de las verdaderas intenciones de Angustias en aquella mañana calurosa y todos los vecinos creyeron que se produjo
de forma natural.
Un día cualquiera,
no importa cuál de la semana, Angustias introdujo una dosis profusa de cianuro
en la sonda de su madre, acabando con la vida de ésta.