Discurso antimonárquico

Si me preguntaran qué quiero elegir, si Monarquía o República, lo tengo muy claro: ninguna de las dos. Pero si tuviese que someterlo a un acto de profunda reflexión, en cuyo caso habría de buscar argumentos razonables y sopesarlos hasta alcanzar una respuesta firme, entonces, con total convencimiento, elegiría una República.

Las retrógradas élites españolas vierten sobre la opinión pública un concepto anodino, arcaico y bastante controvertido; manifiestan que España no está preparada para la abolición de la Monarquía y el advenimiento de una República, y suelen poner como ejemplos los dos malparados ensayos que experimentó el país en 1873 y 1931 respectivamente. Esto es tan incierto como perturbador. Ahora es justo el momento de superar esta lacra llamada monarquismo, y convocar un referéndum en el que los españoles podamos elegir democráticamente una de estas dos formas de gobierno. Pudiera ser que hubiese más interesados en el cambio de lo que se piensa.

No obstante, existe un problema de raíz. Aunque los ciudadanos tuviésemos claro qué elegir, estimo que la idea que se tiene de una República no se acerca lo más mínimo a la realidad, quizá debido a décadas de falso adoctrinamiento o, al mismo tiempo, como consecuencia de la fuerte autocensura (o lavado de cerebro, como se quiera decir) en los medios de comunicación, suprimiendo cualquier tipo de debate antimonárquico, que ha provocado que la conciencia ciudadana quede emborronada por falsas visiones. Deberíamos emplear un discurso limpio, sereno, con fundamento, nada que ver con la proclama que tanto cavernícolas de la derecha como nostálgicos de la izquierda han venido forjando en los últimos treinta años; un discurso que asuma la responsabilidad de columbrar los tiempos modernos.

Así es. Los viejos discursos empleados se amparan en ciertos aspectos traumáticos de nuestra historia contemporánea surgidos en las postrimerías del siglo XX. Llegados a este punto, los monárquicos estigmatizan la República comparándola con un gobierno inmaduro que desembocó en una guerra civil por culpa de su nefasta administración, por lo tanto sería como retroceder a 1936. Por el contrario, los republicanos afirman que éste fue el sistema más progresista y legítimo que hubimos tenido, borrado de un plumazo por las mismas fuerzas “chaqueteras” que hoy en día  defienden el sostenimiento de la Casa Real. Dentro de esta olla a presión se entremezclan diferentes componentes obsoletos y, sobre todo, añejos, como por ejemplo la idea de que en una República sólo cabría partidos proletarios; o que, si expulsaran al rey, el sistema sería aún más corrupto; o que, en caso de un cambio, la nación sucumbiría a conflictos sociales de tal índole que retornaríamos a un conflicto civil.   

Para ser honestos, en los últimos años el prestigio de la Corona ha venido sufriendo una serie de altibajos; han salido a la luz escándalos, casos de corrupción y comportamientos groseras por parte del monarca: la imputación de Undangarín y la infanta Elena, los pomposos safaris en Bostwana  de Juan Carlos en donde cazaba elefantes, el disparo en el pie del menor Juan Froilán, nieto mayor del rey. Todos estos bochornosos escándalos, sumado al contexto de la crisis económica que dura ya la friolera cifra de siete años, ha provocado que la opinión pública comience a pensar que la Corona es un lastre para la sociedad española.       

La gente de a pie, los jóvenes desempleados, los emigrantes españoles que viven en el extranjero, los estudiantes y un largo etcétera creen que un cambio es necesario y posible, y más en los tiempos que corren. La cuestión es comenzar a abrir el debate, dejar que la gente pueda expresarse y remodelar las ideas cortando los cabos que nos unen con esas ideas anticuadas, mirar al futuro, sugerir que la III Republica puede llegar a ser una forma de gobierno ecuánime, aludir los 58 millones de euros anuales que cuesta mantener a la Monarquía y, en definitiva, preguntarse si ese dinero podría emplearse en otros menesteres de interés público.

Una cosa es ineludible; el grupo de ciudadanos que desea una República cada vez es más numeroso y mejor preparado. Algún día, quizás dentro de poco, la nación entera se levantará proclamándola hasta que los carcundas del poder no tengan más remedio que hacerlo. Entonces, surgirán nuevos interrogantes de cómo gobernar al conjunto de la ciudadanía.

Para terminar, a modo de conclusión, desvistiéndome de mis uniformes inconfomistas, escépticos y libre-pensadores, me gustaría declarar que estoy a favor de la República, pero – como media para avanzar en el progreso y conseguir otros objetivos –, así decían los ideólogos revolucionarios en la España de los años 30; con la excepción de que en mi caso, ese objetivo no es la revolución del proletariado, sino la revolución de uno mismo, del pensamiento y las ideas… y después, ya hablaremos.