Era una tarde templada de enero. El aire olía a tierra mojada y en
el cielo se divisaban lánguidas nubes de color gris, las cuales
amenazaban con romper a llorar en cualquier momento. Me despedí de
mi madre y de mi hermano mayor entre abrazos y lágrimas, y juré
regresar a España cuando la flor del almendro comenzase a dar
flores. Recuerdo que agarré, con las manos trémulas, la maleta, saliendo por la
puerta sin mirar atrás, mientras me envolvían oscuras
tribulaciones, como si el paso que me disponía a dar revolviese el
universo que antes habitara y lo pusiese de patas arriba.
Ciertamente, así fue; ya nada volvió a ser lo mismo después de
aquella tarde húmeda de enero.
Me marché, como dicen allí en mi pueblo, a “buscarme las habichuelas” en el extranjero. Aunque lo hiciese por un motivo bien justificado, por el amor de una mujer, consideraba que mi país me había cerrado todas las puertas, así que tomé la difícil decisión de largarme y probar suerte. Es decir, yo fui uno de esos miles de jóvenes españoles que huyeron de la sombra devastadora de la crisis económica, y que aún en el presente sigue acechándonos después de largos y penosos años. Pude haberme quedado bajo el amparo de mi familia, la cual, con toda certeza, nunca me habría dejado en la estacada, pero lo hice porque en lo más hondo de mi alma siempre anidó un espíritu puramente nómada.
Acabé en Edimburgo, capital de Escocia, porque allí residía mi comprometida, comenzando desde cero una nueva etapa de mi vida. Es curioso cómo el concepto que uno tiene sobre otras culturas se desmorona en el instante que comenzamos a experimentar vivencias nuevas. Somos animales gregarios, pero hasta cierto punto. Al crecer en una sociedad con un tipo de valores propios, de tradiciones o conductas particulares, nos es muy difícil cambiar ante el hecho de estar viviendo en otro país disímil al nuestro, con una cultural diferente. Me refiero a la lengua, la comida, los roles de comportamiento cívico, las relaciones comunitarias o el clima. Por todas estas razones, debo testificar que el principio nunca es fácil, sino todo lo contrario, es un suplicio.
Escocia es un país hermoso, sus gentes son educadas y hospitalarias, y mientras transcurrieron las primeras semanas, me sentí muy cómodo allá. No obstante, comenzaron a surgir los problemas. Primero fue el clima escocés, caracterizado por el frío, el viento y la lluvia fina (el chirimiri como dicen en la cornisa cantábrica). En una ocasión salí a la calle para buscar trabajo y llovió, nevó, salió el sol y, luego, volvió a nublarse; todo esto en el mismo día. Los escoceses lo llaman “the four seasons”, así que no os podéis imaginar lo que significó para mí, un chico sureño, enfrentarme a aquel invierno. Ni que decir tiene que, al poco, empecé a añorar Vélez, así que todas las mañanas, después de levantarme, lo primero que hacía era abrir la cortina de la ventana y rezar porque saliera el sol… cosa que muy rara vez ocurría.
Lo segundo fue el idioma. Hasta entonces no me di cuenta de las deficiencias existentes en el sistema educativo español con respecto a las clases de idiomas, porque resulta que todo lo que había aprendido en el instituto no me sirvió de nada. El inglés de allí no tiene nada que ver con el inglés pseudo-académico que nos enseñaron en las aulas. Además, Los escoceses hablan un dialecto my cerrado, influencia de un pasado gaélico-vikingo, cuya lengua tardé más de diez meses en descifrar. Durante este tiempo me aterrorizaba hablar con los nativos, comprar en la tienda o incluso coger el teléfono, porque, con honestidad, no entendía absolutamente nada.
Por último, también sufrí lo que llaman un “cultural shock” o choque cultural. Los británicos son extremadamente educados y yo, que vengo de un lugar donde a veces la educación cívica brilla por su ausencia, comencé a darme cuenta que tenía de cambiar mis roles de comportamiento, como por ejemplo respetar la cola en la parada del bus, esperar con paciencia a que la cajera del supermercado atendiera parsimoniosamente a los clientes delante mía o no hablar en voz alta en los bares. Sí, señores lectores, esta fue la realidad, y muchas más cosas que os contaré en los siguientes episodios de este diario de un argonauta.
Me marché, como dicen allí en mi pueblo, a “buscarme las habichuelas” en el extranjero. Aunque lo hiciese por un motivo bien justificado, por el amor de una mujer, consideraba que mi país me había cerrado todas las puertas, así que tomé la difícil decisión de largarme y probar suerte. Es decir, yo fui uno de esos miles de jóvenes españoles que huyeron de la sombra devastadora de la crisis económica, y que aún en el presente sigue acechándonos después de largos y penosos años. Pude haberme quedado bajo el amparo de mi familia, la cual, con toda certeza, nunca me habría dejado en la estacada, pero lo hice porque en lo más hondo de mi alma siempre anidó un espíritu puramente nómada.
Acabé en Edimburgo, capital de Escocia, porque allí residía mi comprometida, comenzando desde cero una nueva etapa de mi vida. Es curioso cómo el concepto que uno tiene sobre otras culturas se desmorona en el instante que comenzamos a experimentar vivencias nuevas. Somos animales gregarios, pero hasta cierto punto. Al crecer en una sociedad con un tipo de valores propios, de tradiciones o conductas particulares, nos es muy difícil cambiar ante el hecho de estar viviendo en otro país disímil al nuestro, con una cultural diferente. Me refiero a la lengua, la comida, los roles de comportamiento cívico, las relaciones comunitarias o el clima. Por todas estas razones, debo testificar que el principio nunca es fácil, sino todo lo contrario, es un suplicio.
Escocia es un país hermoso, sus gentes son educadas y hospitalarias, y mientras transcurrieron las primeras semanas, me sentí muy cómodo allá. No obstante, comenzaron a surgir los problemas. Primero fue el clima escocés, caracterizado por el frío, el viento y la lluvia fina (el chirimiri como dicen en la cornisa cantábrica). En una ocasión salí a la calle para buscar trabajo y llovió, nevó, salió el sol y, luego, volvió a nublarse; todo esto en el mismo día. Los escoceses lo llaman “the four seasons”, así que no os podéis imaginar lo que significó para mí, un chico sureño, enfrentarme a aquel invierno. Ni que decir tiene que, al poco, empecé a añorar Vélez, así que todas las mañanas, después de levantarme, lo primero que hacía era abrir la cortina de la ventana y rezar porque saliera el sol… cosa que muy rara vez ocurría.
Lo segundo fue el idioma. Hasta entonces no me di cuenta de las deficiencias existentes en el sistema educativo español con respecto a las clases de idiomas, porque resulta que todo lo que había aprendido en el instituto no me sirvió de nada. El inglés de allí no tiene nada que ver con el inglés pseudo-académico que nos enseñaron en las aulas. Además, Los escoceses hablan un dialecto my cerrado, influencia de un pasado gaélico-vikingo, cuya lengua tardé más de diez meses en descifrar. Durante este tiempo me aterrorizaba hablar con los nativos, comprar en la tienda o incluso coger el teléfono, porque, con honestidad, no entendía absolutamente nada.
Por último, también sufrí lo que llaman un “cultural shock” o choque cultural. Los británicos son extremadamente educados y yo, que vengo de un lugar donde a veces la educación cívica brilla por su ausencia, comencé a darme cuenta que tenía de cambiar mis roles de comportamiento, como por ejemplo respetar la cola en la parada del bus, esperar con paciencia a que la cajera del supermercado atendiera parsimoniosamente a los clientes delante mía o no hablar en voz alta en los bares. Sí, señores lectores, esta fue la realidad, y muchas más cosas que os contaré en los siguientes episodios de este diario de un argonauta.