Erase una vez un hombre de cuyos pies partían prolongadas raíces que profundizaban en lo más hondo de la "Madre Tierra". Manolo tenía una tupida barba, nívea como la nieve, que en primavera echaba espárragos y en verano, moras; y cuando trabajaba, se le llenaba de virutas de madera de todas las formas y tamaños posibles. En su morada, antaño el Teatro Principal de Vélez-Málaga, se destacaba una robusta y austera mesa donde se servían los más castizos guisos de la mano de su amable esposa, la Pili, la cual tenía como objetivo perentorio que tanto su esposo como sus hijos no se dejaran influenciar por la era del "petite suit" y las comidas prefabricadas, afirmando con gran elocuencia que: "mientras ella fuese dueña de sus estómagos, allí sólo se comía sano".
Manolo era "cazaor", pero no un cazaor cualquiera. No cazaba por competitividad o por altanería, como la mayoría de los que ejercían esta actividad, sino por el amor que le profesaba a la naturaleza. Le encantaba levantarse antes del amanecer, embarcar a sus perros en su Renault 4, conducir lejos y, con los primeros y tímidos rayos del sol, comenzar la jornada teniendo como escenario el eterno palpitar de la tierra viva. Nunca cazaba más de lo necesario, cual cazador del Epipaleolítico, y si veía al señor Zorro cercano, daba la jornada por terminada porque nada se podía hacer contra aquel espíritu maligno.
El Chicha era un clásico, originario, "del terreno", como el vino, puro como los manantiales de la serranía. Trabajador incansable, ilustre guardián de su familia. Leía a Miguel Delibes, escuchaba a Jorge Cafrune, Serrat y Sabina. Libre y sin ataduras. Siempre sincero y con la verdad por delante. Honesto. Un caballero del cepillo, martillo y formón. Bebía El Coto de Rioja, acompañado por un buen embutido ibérico, o un conejo al ajillo, que nunca faltaban en su hogar.
Una vez me confesó que era anarquista y que se sentía solo por ello. Yo le dije que no se sintiera como tal, pues yo también era anarquista de corazón y, al menos, éramos dos contra el mundo. Gracias a él aprendí a escuchar el latido del bosque, el suspiro de la montaña y el rumor del río. Al llegar Semana Santa, y como Manolo era muy contrario a los hábitos religiosos, nos íbamos de acampada. En una ocasión acampamos en la Sierra de Jayena (Granada). Pues fue allí donde conocí al señor Águila, a la señora trucha y a los abuelos jabalíes. Ellos me hablaron de cosas extraordinarias que la gente, por algún motivo incomprensible, había dejado de atender. Y fue allí donde me preconizaron las extraordinarias aventuras que en el futuro experimentaría.
Podría contar millones de anécdotas sobre Manolo el Chicha. Pero hoy, con el dolor apretando en mi pecho, escribo para darle el último adiós. Manolo se nos ha ido. Él no está en el cielo, ni en el limbo, ni en el paraíso. Él está y estará, sin embargo, en cada uno de nosotros, mirándonos como aquel filósofo con las gafas a media asta sobre su nariz roma; él estará en la brisa del campo cantándonos sobre las gracias de la naturaleza; él estará en nuestras tertulias narrando correrías de polichinela; él estará entre los peces, las perdices, las liebres, las torcaces, las tórtolas o zorzales; Él estará en en aroma del serrín y en el raspar de la lija... y siempre nos lanzará una sonrisa imperecedera.
Hasta pronto, Manolo.