En el metro no hay ni noche ni día, sino un enorme reloj
que marca las horas con incontenible cadencia. En el metro la gente corre. No
hay tiempo para una pausa. El metro son venas atravesando un inmenso cuerpo de
cemento, tierra y acero.
Cuando viajas en metro la sensación de soledad se resume en reflejos de miradas vacías sobre el cristal de la ventana, en vociferantes
auriculares incrustados en los oídos o en el efímero letargo del oficinista que
cabecea después de una larga jornada laboral.
La vida en el metro transcurre con velocidad, siempre en
movimiento, sin descanso: subirse, bajarse, subirse y vuelta a bajarse; antes
de que una voz distorsionada, una luz roja parpadeante y un zumbido
desagradable –al unísono– te avisen de que las puertas se van a cerrar.
Entonces, el convoy sigue su marcha a través de los tenebrosos túneles plagados
de ratoncillos negros.
Digamos que el tiempo en el metro está totalmente
cuantificado. Si tengo que estar a las 16 en Charlottenburg, cojo uno a las
15:10. Si tengo que estar a las 17 en Reinickendorf, lo cojo a la 16, y si
tengo que estar a las 16:30 en Neukölln, lo cojo a las 15:45. Todo está
cronológicamente calculado, cuya exactitud, incluso si hay retrasos, es abrumadora.
Y eso sin hablar del tiempo real. ¿Cuánto se tarda de la estación Heinrich
Heine a Frankfurter Tor? Pues entre 19 y 21 minutos tomando dos combinaciones,
que son el U8 y U5, sumados los 8 minutos andando desde que salgo de casa hasta
que lo tomo. Al cabo de un tiempo, y sin darme cuenta, los números acaban
garabateados en mi frente como horrendos tatuajes que nunca quise tener.
Es muy extraño viajar todos los días en
metro y ser cómplice de ese incansable trasiego humano.
Observo a los pasajeros, sus miradas absortas,
sus gestos, e intento atravesar el velo transparente que nos separa. Me
pregunto quiénes son o de dónde vienen. En una gran ciudad de tres millones y
medio de habitantes hay tal concentración de culturas y lenguas que tengo un pedacito
de mundo al alcance de la mano.
A veces juego a adivinar la naturaleza del que se sienta
enfrente mío. Primero examino los surcos de sus facciones y segundo, el acento
que habla. Hay ocasiones que consigo acertar si viene del este, si proceden del
sur o si es de otro continente, como Asia o África.
A veces cuando
escucho un idioma nuevo que no he oído antes, me pongo a divagar y me imagino
que nos entendemos sin necesidad de hablar. Sólo con cruzar nuestras miradas
bastaría. De hecho, a lo largo de mis viajes he aprendido a leer la mente. –¡Shhh!
No se lo digas a nadie, éste será nuestro secreto–.
Me encanta la enorme variedad de gente que te puedes
encontrar en el metro. Aunque hay una suerte de personas que me llama más la
atención.
Los músicos callejeos son mis preferidos. No sabes que lo
son hasta que sacan su instrumento. Se les prohíbe tocar en la cabina del metro,
así que ellos han fabrican mochilas-amplificadores
y, cuando la ocasión es propicia, allá que se ponen a tocar la guitarra, la
harmónica, la flauta o el ukelele. Después pasan un vaso de cartón para las
propinas y, antes de que el guarda de seguridad aparezca, se apean en la siguiente
estación y desaparecen.
Luego está el vagabundo metropolitano, embutido en ropajes
de invierno, sucios y malolientes, maltratados por el suelo de hormigón donde
suele reposar. Duermen de día y sale de noche, a veces pidiendo limosna, a
veces vendiendo periódicos o, la mayoría del tiempo, ahogando su dolor en los
vapores mortíferos de la inadaptación. Pese a que el invierno en el norte es
durísimo, la miseria les ha endurecido, les ha habituado a las temperaturas
extremas, a las noches sin techo, al asfalto, al dióxido de carbono, al metano.
Al rechazo y a la indiferencia. Son meras sombras proyectadas sobre las pisadas
exhaustas de los transeúntes durante ese trajín humano de veinticuatro horas full-time.
El vagabundo metropolitano tiene varios héroes a quienes se
encomienda con ferviente devoción. El primero es la heroína, que toma para
olvidar que una vez tuvieron un nombre entre los papeles de un registro, que
quizás tuvieron una familia y una vida decente de ciudadano ejemplar. El
segundo héroe es el socorro social de algún bolsillo misericordioso; y el
tercer y último héroe es el Kältebus
o autobús del frío, que en las siberianas madrugadas le salva de una muerte
segura por congelación.
También están las pintorescas bandas de jovenzuelos de Kotti (U-Bhan Kottbusertor), procedentes de las oscuras cloacas del
sistema, quienes escuchan hip-hop a todo trapo con sus grandes altavoces
inalámbricos, embriagados por una buena ingestión de bebidas energéticas,
porque quieren aguantar despiertos hasta que la luz de las farolas se apague y
el sol de ceniza aparezca por encima de los tejados. Estos jóvenes comenzaron
agrupándose años atrás, debajo del puente de la laguna de Heidelberger Platz,
cuando, a escondidas, fumaban sus primeros cigarros de marihuana o hachís. Más
tarde, formaron las tribus urbanas de turcos, africanos, latinos, hipsters, alternativos, que,
caprichosamente, se vuelven disolubles con el tiempo.
¿Y qué hay de los estudiantes que van con una cerveza Berliner en la mano, comprada seguramente en algún spätti, y se les ve felices,
con ojos de exploradores, conversando con los amigos sobre secretos que desean
revelar? ¿Y de la joven consumista de arte, la que viste con esa apática
chaqueta negra y lleva grotescas gafas moda vintage?
¿Qué hay de la ecologista con atavíos de Piter
Pan? ¿Y de la anciana que va a comprar al centro comercial? ¿O de la azafata
de eventos que se maquilla delante de un minúsculo espejito? La lista podría
ser interminable.
Estas son las cosas que más me fascinan de viajar en metro.
Hoy podría haber sido un día normal. Y sin embargo siempre hay algo nuevo por descubrir.
Sigo mi camino. Tropiezo con el gentío. Paso desapercibido.
Me pierdo en nebulosos recuerdos. Recorro la ciudad de una punta a otra, metido
en una estrecha cabina con ruedas y asientos acolchados. El aire huele a
hierros retorcidos. El ambiente está cargado de indiferencia. El tiempo nunca
se detiene. El mundo viaja a gran velocidad. Y mientras tanto mi mente vuela
lejos, muy lejos, recordando las tardes perfumadas de azahar, en un recóndito
pueblo del sur.