Nos deslizamos por una tarde serena, gris y fría, propia del otoño más berlinés. Las hojas caídas forman una alfombra dorada sobre el suelo del arco del triunfo, cuyas inscripciones soviéticas dan la bienvenida a los pocos curiosos que en esas fechas osan aventurarse en el parque.
Un susurro crujiente escolta nuestros pasos mientras nos acercamos al primer vestigio del monumento. La estatua de una mujer de mediana edad yace sentada sobre un elevado pedestal en actitud solemne, aunque sumida en la tristeza, con su mano en el pecho, como si un dolor inexplicable la oprimiera. Dicen por ahí que es la Madre Patria que llora en clave alemana por sus hijos caídos en combate; yo sólo veo a una persona cohibida por el grandioso simbolismo imperante.
Seguimos de frente. Dos largas hileras de sauces llorones nos señalan el camino. Mientras más nos desplazamos al escenario principal, más nos sobrecoge el paisaje. Somos minúsculas hormigas; empequeñecemos ante tan poderosa obra.
Cruzamos un portón con forma de dos gigantescas banderas de mármol rojo, en cuyas bases las estatuas de dos soldados rusos nos saludan con castrense obediencia. Más allá, se extiende el vasto rellano donde, dicen, están los 7.000 soldados rusos enterrados; A cada lado, se hallan los sarcófagos de piedra con relieves de la guerra; y, por último, en el otro extremo, el gigante de metal de 12 metros de alto y 70 toneladas: el soldado con la niña en una mano, una espada en la otra y pisoteando la esvástica nazi.
Esparcidos en pequeños grupos por aquí y por allá, hombres y mujeres brindan por los muertos con vino, cerveza o vodka. Son los descendientes de un mundo que acabó tras el derrumbe del muro de Berlín, los cuales todavía conmemoran la gesta que fue el derrocamiento del régimen nazi y la batalla de Berlín.
Punkis, ossies, asis, incluso hípsters beben en silencio, disfrutando de los tímidos haces del atardecer que, por no poder, se convierten en plomo luminoso rociado sobre la
copa de la majestuosa arboleda que rodea al monumento.